Estos cuatro ingredientes son las piedras angulares de la cocina tradicional española, el ADN de nuestra inapreciable cultura gastronómica.
En el principio fue el hambre y la necesidad aguza el ingenio. Si a esto unimos que por esta bendita piel de toro ha pasado todo “quisque” durante milenios, dejando su impronta y su ciencia y que la finca siempre ha sido buena para el cultivo y las bestias comestibles; no hay más que sumar factores.
Referencias de condumios hay desde los iberos –los fenicios habían traído el olivo y la vid- que se van haciendo sedentarios y empiezan la cría del cerdo –nuestro animal totémico- cuya carne acompañan con unas tortas cocidas hechas de bellotas machacadas. Los romanos traen el cultivo intensivo del olivo y la vid, cuyo producto luego importan a Roma y a todo el imperio.
La llegada y superposición de distintas culturas: fenicia, romana, árabe va aportando una mayor complejidad a nuestra forma de guisar y de comer. Es trascendental la aportación árabe, sobre todo por su dominio del regadío, de la huerta, las especias, los frutales y la repostería. En los siglos XV y XVI llegan de América, el tomate, la patata, el pimiento y el maíz entre otros productos y el elenco de ingredientes se completa.
Hay que dejar muy claro que la cocina española no es tal, es un conjunto de cocinas regionales, e incluso locales, que tienen muchas raíces comunes y evoluciones diversas debidas a las distintas influencias. Así las cocinas andaluza, valenciana, manchega y extremeña tienen decisivas aportaciones árabes, como las cocinas catalana y vasca tienen influencia francesa.
Que España tenga más de 3.000 kilómetros de costa es trascendental para nuestra cocina, es seguramente la mejor cocina de pescados del mundo junto con la japonesa. La presencia del mar si ha sido decisiva en la evolución de las distintas cocinas regionales, pues hasta hace relativamente pocas décadas el pescado fresco no llegaba al interior de la península salvo en salazones (bacalao) o escabeches (bonito).
Así pues la llamada cocina española ha ido acumulando a lo largo de los siglos un gigantesco mosaico de productos, procedimientos, preparaciones y por selección natural unos platos han llegado hasta nosotros y otros se han quedado en el camino.
Durante el siglo XX, la progresiva migración del campo a la ciudad y en su segunda mitad la gradual incorporación de la mujer al mercado laboral fuera del hogar influyó en la cocina tradicional, la que por tradición oral había pasado de madres a hijas, arrinconándola un poco hacia celebraciones familiares y fiestas.
Los tiempos modernos imponían comidas más “modernas” y rápidas. Ya en pocos hogares quedaba un ama de casa o una abuela vigilando el puchero toda la mañana, sobre todo porque ya poca gente comía en casa. Las nuevas tecnologías de alimentación (congelación, alimentos precocinados) trataron de facilitar las cosas, pero la comida casera tradicional se fue quedando en los pueblos y en algunos restaurantes.
Tuvieron que llegar los años 90 del siglo XX para que a través de la televisión, un guipuzcoano simpático y locuaz, se metió en todos los hogares españoles con el propósito de enseñar, aconsejar y aligerar la cocina tradicional española. Es el fenómeno Karlos Arguiñano, que veinte años después sigue al pie del cañón con más de 4.000 episodios de sus programas de cocina y una cincuentena de libros. Se puede decir que hay un antes y un después de Arguiñano en la cocina tradicional española.
Hay algunos platos que se han consagrado como simbólicos de nuestra cocina como son la paella y la tortilla de patata, que curiosamente son bastante modernos. Y otros platos antiquísimos, remediadores de muchas hambres, como las gachas, se han quedado ya en curiosidades regionales.
Los pucheros y cocidos son lo más esencial, son comunes a todas las regiones: el pote gallego, el cocido montañés, el madrileño, la escudella catalana, los variados pucheros andaluces o el cocido maragato (León) que se come al revés, primero las carnes y verduras y al final la sopa. Vienen de la tradición agraria de poner una olla al fuego con agua y echarle a cocer de lo que había: patatas, legumbres, pollo, verduras, tocino y otros sacramentos porcinos.
En el negociado de ollas también están las legumbres; las más importantes: garbanzos, lentejas y alubias de diversos colores, texturas y tamaños, muy a menudo bendecidas con productos del cerdo, esa bestia omnipresente en nuestra historia o con bacalao para crear sustanciosos potajes de cuaresma con acompañamiento de alguna verdura como acelgas, espinacas o berza.
Los asados, hoy más frecuentes, pues antiguamente eran comida de fiesta o celebración. En este país hemos asado de casi todo, muchos pollos y otra volatería desde que se democratizó su precio. Pero el rey de los asados es el cordero, el cordero lechal castellano o aragonés, autentica obra de arte de orfebrería culinaria en la que a un tierno infante de oveja que solo haya mamado de su madre se le asa casi en sus propios jugos. Plato que repugna a muchos extranjeros por supuesta crueldad, ya que ellos suelen comer dura y vieja oveja. También les hacemos algo similar a tiernos lechones (otra vez el cerdo) que se convierten en el plato en cochinillo, tostón o cochifrito, según la latitudes.
La cocina del litoral ha crecido en brasas, planchas, hornos y cazuelas. Peces de todo tipo, crustáceos, moluscos y cefalópodos. Desde las humildes sardinas y anchoas al mero, el rape y la merluza sin olvidar los túnidos como la caballa, el bonito y el atún. Para la plancha y la cazuela gambas rojas del mediterráneo, blancas de Huelva, langostinos listados como tigres de Vinaroz y San Carlos de la Rapita, gambones, quisquillas y en la parte acorazada de la familia: cigalas y langostas.
En este sucinto repaso por la riquísima despensa nacional no podían faltar los embutidos; procedimiento ancestral para conservar las distintas carnes del cerdo –ya esta aquí otra vez nuestra bestia familiar- tanto curadas y en salazón, como cocidas o frescas, formando una pirámide charcutera extendida por toda la geografía española (especialmente la franja oeste de la península) y las latitudes prepirenáicas de Aragón y Cataluña. En el punto más alto de esa pirámide charcutera se halla el producto estrella de nuestra gastronomía, el príncipe de las chacinas: el jamó de cerdo ibérico.
Publicado en Carta de España por:
Carlos Piera.